La liga de los pelirrojos

 

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Un día del otoño pasado había ido yo a visitar a mi amigo, el señor Sherlock Holmes. Lo encontré enfrascado en una conversación con un caballero de edad madura y cabellos rojos como el fuego. Holmes me hizo entrar bruscamente de un tirón, y cerró la puerta a mis espaldas.
‑Mi querido Watson, no podía usted venir en mejor momento ‑me dijo con expresión cordial ‑. De sobra sé que usted participa de mi afición a todo lo que es raro y se sale de la monótona rutina de la vida cotidiana, y lo ha demostrado escribiendo la crónica de tantas de mis aventuras. Y hasta las ha embellecido, si me permite la frase. ‑Y dirigiéndose al corpulento visitante le dijo:
‑Señor Wilson, este caballero ha sido compañero y colaborador mío en muchos de los cosos que mayor éxito tuvieron, y no me cabe la menor duda de que también en el suyo me será de la mayor utilidad. Tenga usted la extremada bondad de empezar de nuevo su relato. Me veo obligado a confesar que los hechos que ha empezado a contarme son únicos.
El señor Wilson pareció enorgullecerse y sacó del bolsillo interior de su gabán un periódico sucio y arrugado. Nos mostró un anuncio que había sólido allí hacía dos meses y que decía:
"A la liga de los pelirrojos. Se ha producido otra vacante que da derecho a un miembro de la Liga a un salario de cuatro libras semanales a cambio de un sencillo trabajo. Todos los pelirrojos sanos de cuerpo y de inteligencia y de edad superior o los veintiún años pueden optar al puesto. Presentarse personalmente el lunes a las once en las oficinas de la liga, Pope's Court. núm. 7. Fleet Street.”
Holmes se rió por lo bajo y se retorció en su sillón, como solía hacer cuando estaba de buen humor
‑ ¿Verdad que esto se sale un poco del camino trillado? – dijo -. Y ahora, señor Wilson, no deje nada por contar acerca de lo que hizo cuando vio el anuncio.
‑Pues bien, señor Holmes ‑dijo Wilson‑, yo poseo una pequeña casa de préstamos y tengo un único empleado porque se conforma con la mitad de la pago con el propósito de aprender el oficio. Solo tiene un defecto, y es que se marcha por ahí con un aparato fotográfico para luego venir y meterse en el sótano a revelar sus fotografías; por lo demás, es muy trabajador. Fue quien me mostró el anuncio; me explicó que la liga de los pelirrojos había sido fundada por un hombre pelirrojo que había dejado su enorme fortuna para proveer de empleos cómodos a hombres pelirrojos y me acompañó cuando decidí presentarme al puesto. Allí, en seguida me aceptaron y me explicaron el trabajo o: lo único que tenía que hacer era copiar la Enciclopedia Británico. La única condición que tenía ese trabajo era que no podía faltar nunca, por ningún concepto. Eso hice. Durante ocho semanas escribí lo referente a los Abades, Armaduras, Arqueros, Arquitectura y Ática, esperanzado de llegar, a fuerza de diligencia muy pronto a la B. Y de pronto se acabó todo el asunto.
‑ ¿Cuándo y por qué?‑ preguntó Sherlock Holmes.
‑Ha ocurrido esta mañana. Me presenté, como de costumbre, al trabajo y encontré la puerta cerrada. En mitad de la hoja de esta, clavado con una tachuela, había un trocito de cartulina Aquí lo tiene, puede leerlo usted mismo.

 

HA QUEDADO DISUELTA LA LIGA DE LOS PELIRROJOS, 9 OCTUBRE 1890.

Mientras Sherlock Holmes y yo examinábamos aquel breve anuncio, el señor Wilson continuó:
‑No sabía qué hacer. Me dirigí al dueño de la casa y me dijo que jamás había oído hablar de semejante liga. Después consulté con mi empleado. Me sugirió que esperara una carta que me explicara algo, pero yo no quería perder una colocación como aquella así como así; por eso, como había oído decir que usted llevaba su bondad hasta aconsejar el la pobre gente que lo necesita, me vine derecho a usted,
‑Y obró usted con gran acierto ‑dijo Holmes ‑. Su caso resulta extraordinario y lo estudiaré con sumo gusto. De lo que usted me ha informado, deduzco que aquí están en juego cosas mucho más graves de lo que a primera vista parece. Hoy es sábado; espero haber llegado a una conclusión para el lunes,
‑Veamos, Watson, este misterioso asunto ‑me dijo Holmes una vez que se hubo marchado nuestro visitante ‑. Por regla, cuanto más estrambótica es una cosa, menos misteriosa suele resultar. Pero en este asunto tendré que actuar con rapidez.
‑ ¿Y qué va usted a hacer? ‑le pregunté.
‑Fumar - me respondió ‑. Es un asunto que me llevará sus tres buenas pipas, y yo le pido a usted que no me dirija la palabra durante cincuenta minutos.
Sherlock Holmes se hizo un ovillo en su sillón, levantando las rodillas hasta tocar su nariz aguileña, y de ese modo permaneció con los ojos cerrados y la negra pipa de arcilla apuntando fuera, igual que el pico de algún extraordinario pajarraco. Saltó de pronto de su asiento con el gesto de un hombre que ha tomado una resolución y dejó la pipa encima de la repisa de la chimenea, diciendo:
‑Póngase el sombrero y acompáñeme.
Fuimos hasta la oficina de Wilson. Sherlock Holmes se detuvo delante de esta y la examinó detenidamente. Caminó hasta la esquina. Regresó y, después de golpear con fuerza dos o tres veces en el suelo con el bastón, se acercó a la puerta y llamó. Abrió en, el acto un joven de aspecto despierto, bien afeitado y lo invitó o. entrar. Sherlock Holmes sollo le preguntó por una calle.
‑He ahí un individuo listo ‑comentó Holmes cuando nos alejábamos ‑. Hablé con él solo para ver las rodilleras de sus pantalones. Exploremos ahora la zona. Tenemos un despacho de tabaco, una tienda de periódicos y un Banco. Y ahora, doctor Watson, ya hemos hecho nuestro trabajo descansemos. Venga mañana a las diez. Y traiga el revólver en el bolsillo, porque quizá la cosa sea peligrosa.
Me saludó con un vaivén de la mano, giró sobre sus tacones y desapareció instantáneamente entre la multitud. Yo no me tengo por mas torpe que mis vecinos, pero siempre que tenía que tratar con Sherlock Holmes me sentía como atenazado por mi propia necedad. En este caso, yo había oído todo lo que Sherlock Holmes había oído, había visto lo que él había visto, y, sin embargo, era evidente, a juzgar por sus palabras, que él veía con claridad no solamente lo que había ocurrido, sino también lo que estaba a punto de ocurrir, mientras que a mí todo el asunto se me presentaba todavía como grotesco y confuso.
Al día siguiente, al entrar en la habitación de Holmes, lo encontré en animada conversación con dos hombres: uno era el agente oficial de policía Peter Jones; el otro era un hombre alto, delgado, de sombrero muy lustroso y con una elegante levita. Era el señor Menyweather, presidente del directorio del Banco que habíamos visto el día anterior.
‑Hoy atraparemos a John Clay, asesino, ladrón y falsificador Su cerebro funciona con tanto destreza como sus manos, y aunque encontramos rastros de él a la vuelta de cada esquina, jamás sabemos dónde dar con él. Llevo persiguiéndolo varios años, y nunca pude ponerle los ojos encima ‑nos explicó Sherlock.

 

Salimos en dos coches hacia el Banco. Sherlock Holmes no se mostró muy comunicativo durante nuestro largo trayecto y se arrellanó en su asiento tarareando melodías. Llegamos a la misma calle que habíamos visitado el día anterior. Entramos en el Banco y nos dirigimos a la bóveda. Allí se encontraba un enorme depósito de oro.
Sherlock Holmes nos organizó rápidamente: los cuatro nos ocultamos detrás de las cajas que había en la bóveda con los revólveres preparados. Apagamos las lámparas y nos dispusimos a esperar en silencio. Mis ojos percibieron de pronto el brillo de una luz, luego apareció una mano blanca por una grieta en el piso, lo mano corrió las losas y apareció una cara barbilampiña que miró con gran atención a su alrededor y luego, haciendo palanca con las manos a un lado y otro de la abertura, se lanzó hasta sacar primero los hombros, luego la cintura, y apoyó por fin una rodilla encima del borde. Un instante después, se irguió en pie a un costado del agujero, ayudando a subir a un compañero, delgado y pequeño como él, de cara pálida y una mata de pelo de un rojo vivo.
Sherlock Holmes saltó de su escondite, agarrando al intruso por el cuello de la ropa. El otro se zambulló en el agujero, y yo pude oír el desgarrón de sus faldones cuando el inspector Jones lo atrapó.
‑Es inútil cualquier resistencia, John Clay ‑le dijo Holmes, sin alterarse ‑; no tiene usted la menor probabilidad a su favor.
‑Ya lo veo ‑contestó el otro con la mayor sangre fría y alargó las manos para que el inspector Jones le colocara las esposas.
Al día siguiente, sentados frente a sendos vasos de whisky con soda en la casa de Holmes, este me explicó:
‑Comprenda usted, Watson; resultaba evidente desde el principio que la única finalidad posible de ese fantástico negocio del anuncio de la liga y de copiar la Enciclopedia tenía que ser el alejar, durante un número determinado de horas todos los días, a este prestamista, que tiene muy poco de listo. El medio fue muy raro, pero lo verdad es que habría sido difícil inventar otro mejor. Con seguridad que fue el color del pelo de su cómplice lo que sugirió la idea al cerebro ingenioso de Clay. Desde que me enteré de que el empleado trabajaba por la mitad del sueldo, vi con claridad que tenía algún motivo importante para ocupar aquel empleo.
‑ ¿Y cómo llegó usted a adivinar este motivo?
‑Me dio en qué pensar la afición del empleado o la fotografía, y su truco de desaparecer en el sótano. ¡El sótano! En él estaba uno de los extremos de la complicada madeja. Este hombre estaba realizando en el sótano algún trabajo que le exigía varias horas todos los días, y esto por espacio de meses. No me quedaba sino pensar que estaba abriendo un túnel que desembocaría en algún otro edificio. A ese punto había llegado cuando fui a visitar el lugar de la acción. Lo sorprendí a usted cuando golpeé el suelo con mi bastón. Llamé o la puerta y acudió, como yo esperaba, el empleado. Lo que yo deseaba ver eran sus rodilleras. Usted mismo debió de fijarse en lo desgastadas y llenas de arrugas y de manchas que estaban. Pregonaban las horas que se había pasado socavando el agujero. Ya solo quedaba por determinar hacia dónde lo abrían. Doblé la esquina, me fijé en que estaba el Banco y tuve la sensación de haber resuelto el problema. Mientras usted se marchaba a su casa, yo me fui de visita a la central de la policía y a casa del presidente del directorio del Banco, con el resultado que usted ha visto.

 

‑ ¿Y cómo pudo usted afirmar que realizarían esa noche su tentativa? ‑le pregunté.
‑Al cerrar las oficinas de la liga daban a entender que ya habían terminado su túnel. Pero resultaba fundamental que lo aprovechasen pronto ante la posibilidad de que fuese descubierto, o que el oro fuese trasladado a otro sitio. Les convenía el sábado, cuando el Banco cerraba, porque les proporcionaba dos días para huir.
‑Hizo usted sus deducciones magníficamente ‑exclamé con admiración sincera ‑. La cadena es larga, sin embargo, todos sus eslabones se conectan. Es usted un benefactor de la raza humano ‑le dije yo.
Holmes se encogió de hombros, y contestó a modo de comentario:
‑No diría tanto, pero quizás, a fin de cuentas, mis trabajos tengan alguna pequeña utilidad.

Adaptación de "La liga de los pelirrojos", en Las aventuras de Sherlock Holmes, de Arthur Conan Doyle

 

JAVA

 

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